5/6 POBREZA FRANCISCANA: ¿TEATRO POBRE O TEATRO RICO?

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POBREZA FRANCISCANA Y TEATRO

David Olguín.

 

 

Un teatro pobre es a la vez el teatro pobre de recursos. Pobre porque carece de escenografía y técnicas complicadas, porque carece de vestuarios suntuosos, o porque prescinde de la iluminación y del maquillaje. Hasta de la música. Pobre pues en sentido material. Al mismo tiempo es pobre porque se despoja de todo elemento superfluo, porque se concentra en la esencia del arte teatral, en el actor. El pobre cuerpo del actor es la expresión máxima y definida de ese teatro. Pero es también pobre porque es ascético, porque busca una nueva moralidad, un nuevo código del artista.

 

Jerzy Grotowski, Hacia un teatro pobre.

 

La pobreza material es indeseable para las artes escénicas. Bajo ningún concepto el teatro debe ser pobre y menos aún si la escasez se impone como horizonte colectivo, dictado que da origen a formas de producción improvisadas, y estilos de trabajo y corrientes estéticas donde la carencia es, inclusive, un mecanismo para moralizar a aquellos que todavía alcanzan a cubrir parte del cuerpo bajo un sayal más que remendado.

La “pobreza” solo se justifica a partir de una decisión artística. Depurar, renunciar al oropel, “por un teatro sin maquillaje”, decía Margules; por “un actor santo en un teatro pobre”, escribió Jerzy Grotowski enarbolando la ascesis en un arte que de cuando en cuando necesita recuperar su esencia y razón de ser. Hacia un teatro pobre, el famoso libro de Grotowski, es una carta de renuncia a lo superfluo y, en sentido radical, la vía negativa en su teoría es un poderoso anhelo por volver a una condición primigenia donde palabras como ritual, mito, impulso, intuición e irracionalidad, romanticismo y mística rompen los moldes acartonados y trillados de lo civilizatorio con su carga de comfort y cómoda banalidad.

Pero la gran diferencia entre elegir o acatar con mayor o menor eficacia técnica una condición de “pobreza material”, una producción sin recursos, radica en la palabra hacia. Hacia implica una decisión, tendemos a, elegimos la diferencia, necesitamos una sacudida moral y por eso nos desmarcamos, renunciamos al betún y a los adornos superficiales. Hacia implica una acta poética, un postulado de creencia y fe que obedece a un credo donde “el pobre cuerpo del actor” -heróico cuerpo añadiría yo-, principio ético y estético de lo que acontece en escena, se vuelve la medida de todas las cosas; donde las palabras son un verdadero acto social, palabras que aquí y ahora son fundamentales para la tribu; donde cada especialidad -luz, vestuario, sonido, video y menos o más recursos- aporta en la justa medida de lo estrictamente necesario en función de decisiones artísticas. ¿Teatro rico o teatro pobre? La pregunta encierra, bajo esta mirada, una paradoja donde la riqueza o la pobreza material parte de una propuesta artística y de un diseño de producción congruente con dicha aspiración.

Podríamos discutir sobre lo superfluo y lo esencial en nuestro oficio, pero el malestar del teatro aquí y ahora está atravesado por una discusión inevitablemente económica y por un rasero colectivo en el que abundan las carencias; y cuando la cruda realidad se impone, no hay elección posible, no tendemos por voluntad hacia el franciscanismo, simplemente no queda de otra. Más aún cuando el propio presidente da función mañanera con doscientos pesos en la cartera y alaba la austeridad republicana, y condena la codicia, y santifica el sacrificio. Los tabuladores de cobro, en este orden de cosas, son quimeras incomprensibles para la gran mayoría de nuestra gente de teatro.

La señal más clara de esta bancarrota es la reproducción casi industrial de unipersonales en la escena mexicana contemporánea. Desafortunadamente, la plaga no es resultado de la revuelta postdramática que dejó atrás al encorsetado y asfixiante monólogo para buscar formas de autoexpresión creativa en libertad. Equivalente al autoempleo y al trabajo informal en la esfera casi improductiva, el unipersonal se vuelve materia obligada ante el desempleo generalizado y las dificultades de producción para levantar proyectos en colectivo.

Presenciar el trabajo de una actriz o un actor en soledad fue en otros tiempos un acto de grandeza; se acudía a ver al monstruo capaz de domar al demonio que es Legión. Los de antes, desafiando a Bentley que tildaba al acto escénico en soledad de “poco dramático”, monologaban como acto de suprema maestría o también como ejercicio de entrenamiento, entremés mientras llegaba la propuesta de trabajo en colectivo.

En el extremo de la intemperie, el unipersonal crece como una plaga de nuestros días. Nada nuevo bajo el sol. Ayer fue el bululú como lo cuenta El viaje entretenido, “compuesto por Agustín de Rojas, natural de la villa de Madrid” allá por 1603:

El bululú es un representante solo, que camina a pie y pasa su camino, y entra en el pueblo, habla al cura y dícele que sabe una comedia y alguna loa: que junte al barbero y sacristán y se la dirá porque le den alguna cosa para pasar adelante. Júntanse éstos y él súbese sobre un arca y va diciendo: «agora sale la dama» y dice esto y esto; y va representando, y el cura pidiendo limosna en un sombrero, y junta cuatro o cinco cuartos, algún pedazo de pan y escudilla de caldo que le da el cura, y con esto sigue su estrella y prosigue su camino hasta que halla remedio.

Inquieta qué quiso decir de Rojas con aquello de “hasta que halla remedio”. En el país de los optimistas donde basta hablar en el podio para ver un país feliz feliz feliz, puede implicar un ascenso escénico desde convencer a otro ganapan para juntar desventuras en un ñaque, y luego convertirse en gangarilla, cambaleo, garnacha, bojiganga, y farándula hasta que aparezca en el horizonte la compañía con todos sus privilegios y su sueldo estable. En la versión realista, “hallar remedio”, en nuestros días, sería el equivalente a encontrar camino en el mundo de las series y los medios audiovisuales donde un actor puede aspirar a tener honorarios dignos y estables. Y por último, en la versión pesimista, el “remedio” puede ser, en palabras de Cervantes, contemporáneo de tantos bululús recorriendo la legua sin ventura, una renuncia y la pérdida de vocación pues “oficio que no da para comer vale dos habas”, escribió.

Sin embargo, la plaga del hacer en solitario también revela una necesidad profunda de expresión, urgencia de tribuna, imperiosa necesidad de hablar del mundo y de dialogar con otros. Vista así, la renuncia, dolorosa muerte al artista que sobrevive en nosotros, no es “remedio” o, por lo menos, not yet, not yet, not yet, nos repetiremos una y otra vez mientras podamos mantener a raya lo inevitable y poner a prueba de la manera más radical lo poderosa que puede ser una vocación.

Lo cierto es que, en esta negra noche, solo mediante un ejercicio de realidad podremos reunir los escombros y buscar alternativas distintas para “hallar remedio” al malestar que nos rodea. Por tanto, recapitulemos en breve el cuento del panorama actual del llamado teatro de arte: por un lado, las instituciones culturales del Estado están dejando al teatro en la intemperie. Van botones de muestra: el nuevo FONCA dista de ser lo que se nos prometió cuando justificaron su transformación; el proyecto de apoyo a grupos estables Mexico en Escena sobrevive achicado, en entredicho y sin diálogo con su benefactor; el INBAL y la UNAM prácticamente ya no producen, se han vuelto instituciones programadoras. ¿Y todo es susceptible de empeorar a nivel nacional? Afirmativo: los institutos, consejos y secretarías de cultura estatales, dependiendo en parte de un presupuesto federal en franca retirada o con apoyos selectivos según el color del partido en el poder, han tenido que reducir radicalmente su capacidad de operación. Así que, por tanto, ¡agárrense de la brocha que se cae la escalera! y como todos jalan, el descobijadero ha generado gresca e indiferencia más que solidaridad y unión en un gremio que por ahora no tiene más respuesta colectiva que el consabido sálvese quien pueda.

Este abandono del Estado, tan propio de gobiernos neoliberales que desprecian la cultura, resulta más dramático al pensar en un hecho que, por otra parte, nos aqueja: nuestra sociedad, por razones muy diversas, no paga por su teatro de arte; vamos que ni siquiera termina por considerarlo como parte de su canasta básica de consumo educativo, espiritual y hasta de simple entretenimiento. Esa doble fragilidad –un Estado con subvenciones en retirada y una sociedad indiferente– explica por qué nuestras artes escénicas se han empobrecido y desprofesionalizado al punto de presentar actualmente dos realidades que nos recuerdan la brecha de desigualdad tan propia del país: teatro rico versus teatro pobre.

Por una parte, el teatro rico de producción privada se mantiene saludable en el terreno del entretenimiento. No así los EFIARTES (EFITEATRO) que son la respuesta más ambiciosa que el Estado sigue dando a nuestra falta de capitalización en las artes escénicas. Y me atrevo a subrayar un malestar de raíz porque en EFITEATRO veo un ejemplo de brutal desencuentro entre decisiones artísticas y económicas. Si la pobreza o riqueza material, en el mejor de los mundos posibles, debiera depender de decisiones artísticas, EFITEATRO me parece un despropósito desde ese ángulo: para empezar, los presupuestos de sus proyectos casi siempre aspiran al premio mayor, los dos millones de pesos —de ahí consecuencias de estilo: la pompa de escenografía, vestuario y el despliegue tan amplio de recursos, por no mencionar la cantidad de gente que se involucra para dar entre 12 y 20 funciones. Sin duda, dicho mecanismo de financiamiento permite que se pague de bien a mejor a muchos profesionales, pero detrás de cada producción, además de la estética un tanto faraónica para los tiempos que corren, bulle todo un ejército de productores, equipos de difusión, asistentes de los asistentes, Broadway y el West End juntos, el sueño de una industria teatral, incluido el ánimo de reventarse todo que al cabo el financiamiento viene de los impuestos. La ganancia para el productor que trabaja con dinero ajeno, está en la taquilla, por tanto, la popularidad de los ejecutantes importa y mucho. Caben, de entrada, dos preguntas ante un sistema fundado de raíz en el derroche: ¿cuántos casos conocemos de productores que realmente reinverten y arriesgan utilidades resultado de su participación en EFIARTES? ¿cuáles son los porcentajes de recuperación de la mayoría de los proyectos? ¿Se necesita realmente tanta inversión para dar muchas veces un máximo de 12 funciones? En EFIARTES hay dinero y eso es una bendita tabla de salvación para muchos profesionales, pero en cuanto ese oasis desaparezca, la riqueza habrá sido una ilusión y mientras tanto el agiotismo habrá hecho de las suyas al amparo del Estado. ¿Hay otras maneras de “hallar remedio” sin atentar contra uno de los pocos medios de financiamiento que nos quedan?

En el barrio de enfrente, el franciscanismo impuesto obliga al “teatro pobre” a justificar estéticamente la escasez. ¡Que no parezca que trabajamos con poco! Esa es de entrada la obligación porque “la pobreza aguza el ingenio”. Pero además de aspirar al arte, hay un ingrediente adicional en nuestro actual sistema de pobreza colectiva: “siéntete culpable” porque hay compañeros que trabajan literalmente con doscientos pesos por función.

En el México previo al obradorato y la pandemia, cuando aún existía el FONCA, se solía esgrimir el argumento de una “pobreza deseable” para mejorar las artes escénicas del país. La comparación con el teatro argentino era un lugar relativamente común: “allá no tienen subsidios y la dictadura fortaleció su teatro”. Argumentos así se escuchaban entonces entendiendo la pobreza como una añorada virtud y hasta la desgracia política como algo digno de envidia. El futuro nos alcanza y hay que señalarlo: pobreza material engendra pobreza y punto. El Estado finalmente nos escuchó y auspicia con su no intervención una purga brutal donde los artistas más jóvenes pagarán el costo más alto, pues el franciscanismo en el arte debe ser una postura, no una imposición. Ante todo esto, “hallar remedio” por supuesto no está en el unipersonal y aunque el work in progress sea una maravilla de ver porque revela que el ensayo es también una finalidad en sí mismo, la palabra “inacabado” no puede ser paliativo de carencias de producción ni de inmadurez artística. En pocas palabras, no se cobra por un work in progress.

En el otro extremo del dispendio de los EFIS, el franciscanismo nos lleva a la todología. Una o muy pocas manos se ven obligadas a hacer todo. A eso ya nos habían acostumbrado las coinversiones tipo FONCA, pero si en un campo uno sostiene el clavo, otro el martillo y un tercero da el golpe para clavarlo, en los proyectos franciscanos abunda la falta de especialización: cualquiera escribe, traduce, adapta, hace dramaturgismo, crea dispositivos, ilumina, construye, pepena la ropa y muchas veces, además de todo, actúa.

Es heróico sostener nuestras vocaciones. Pero hay algo que ya huele a podrido en esta polarización de destinos artísticos donde no debiera caber el sarcasmo y ofrezco una disculpa por invocarlo. En lo personal, creo más en la depuración hacia lo esencial y lo mínimo, pero también creo que el teatro cuesta y la pobreza material, hay que repetirlo claramente, solo engendra pobreza. ¿Qué hacemos pues ante un tema que es un nudo ciego y espinoso?

Si alguien con aspiraciones artísticas no cuenta con medios y despotrica ante un sistema por demás salvaje, en el otro barrio le dicen: “Aquí el público paga y viene a vernos. ¿Qué ofreces tú, además de quejarte? Te das baños de pureza, tú que no generas, tú que eres incapaz de vender y difundir bien lo que haces”. Para colmo, como en la película de Polanski, ¿tenemos que comernos nuestra rata en las catacumbas, rodeados de curas y sacristanes con el sayal zarandeado y barberos catecúmenos y de uno que otro despistado? “Quien se traga su rata es indestructible”, pensarán algunos. ¿Pero eso es “hallar remedio”? ¿Qué hacemos pues?

Por principio(s), acaso amarrárnos una vez más las agüjetas de los zapatos y echárnos a caminar. Luego empecemos por lo que es relativamente controlable: nuestro hacer; acaso es tiempo de aspirar a que nuestro trabajo sea excepcional, no “meritorio” porque lo nuestro es probarnos una y otra vez en el presente de lo que aquí y ahora somos capaces de hacer; excepcional por su técnica y por las poéticas invocadas, excepcional por la reunión de saberes que el acontecimiento escénico refleja, excepcional por el buen y generoso sentido comunitario que tú y tus acompañantes propicien. Y después de arañar esa aspiración, acaso también sea tiempo de caminar juntos de la manera más solidaria posible en nuestro gremio y convencer a la sociedad, la sociedad, a la sociedad de que el teatro es un arte, de que el teatro es necesario, un arte que requiere de los cuatro o cinco cuartos de cada espectador para caminar del bululú hacia las compañías y así, poco a poco, desde la desnudez franciscana, empezar a “hallar remedio” al margen de un Estado que le ha dado su espalda al arte.

 

 

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