1/6 ¿DE QUÉ VAS A VIVIR? ECONOMÍA, TEATRO Y GENERACIONES.

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Todos pagan su boleto.

Verónica Bujeiro.

 

En conmemoración del día del teatro 2023 fui convocada a participar de una mesa en donde discutimos desde un fervor crítico y una generalidad ilusoria que pretendía comprender un todo en un corto lapso de tiempo, algunos temas propios a nuestro oficio. Al llegar el tiempo de las preguntas vino dirigida hacia mí una flecha, que sin ser su intención, tocó una herida con la que he cargado por mucho tiempo: 

 

¿En el sistema del sector Teatral qué lugar ocupa la dramaturgia en un sentido valor y cómo se refleja esto en la retribución económica para el dramaturgo?

 

La pregunta, hecha por la gestora cultural Erandi Fajardo, quedó sin respuesta, puesto que era hora de abandonar las luces que aquel día nos iluminaron en el escenario. Sin embargo, las complejidades que contiene este cuestionamiento no me han dejado de dar vueltas en la cabeza. Pienso ahora que quizás nunca debí de abandonar ese escenario, ya que la pregunta contiene suficientes elementos para elaborar la materia de un drama que en realidad va más allá de mi caso particular y quizás pueda interesar a algunos. 

Desde esa herida que me punza, no sabría responder si los dramaturgos somos de valor dentro de la sociedad de la que formamos parte y lo digo con toda sinceridad. Un sector diría que sí, que ahí están los premios, los homenajes, el crédito en el programa de mano, los apoyos gubernamentales, las becas, pero también existe la paradoja que ostenta toda convocatoria al exigir la presentación de un “guion, escaleta, partitura o texto dramático” que jamás será remunerado dentro del presupuesto al que se aspira, pues dicha categoría está exenta del tabulador de honorarios que instituciones y diversas convocatorias manejan. Se señala un pago de acuerdo a la trayectoria de cada artista escénico y se considera el merecido pago a asistentes, pero nunca al trabajo del dramaturgo. “A ti te toca el diezporciento de taquilla”, espetó una figura institucional el día que cuestioné semejante omisión y no dije nada más por esa tendencia culpígena que tenemos los así llamados “artistas”, pues ¿qué mayor remuneración puedes esperar si vas a ver tu trabajo cobrando vida en un escenario? Pero la realidad no puede sostenerse de ilusiones y hasta ahora nadie (por más patafísico o surrealista que sea) ha pagado su cuenta de luz, agua o gas con aplausos. En alguna ocasión el costo de una pared de la escenografía (costeada gracias al presupuesto al que el texto dramático ayudó a acceder) fue mucho mayor a mis ingresos por boletos vendidos, así que puedo afirmar que la pared (o bien, quien la hizo) ganó más que yo. Ante semejante confesión, en el escenario ficticio de la representación de este personalísimo drama, habrá miembros del público presente que en este punto sientan ganas de abuchearme porque van afirmar que hay muchas ocasiones en que los que dan vida en los escenarios salen con las manos vacías, mientras que el ocioso dramaturgo, que no se presentó a ninguno de los ensayos y seguramente escribió el texto en una noche, se queda al final de la función con su diezporciento. Y no voy a desmentirlos, pero tampoco es mi intención hacer aquí una competencia de precariedades, sino ir más allá en un problema de valor generalizado. Hagámonos a la idea de que todos estamos dentro de un mismo teatro, y si como me dijo hace tiempo un querido maestro:Hay que pagar el boleto de entrada”, mucho me temo que ese costo no sólo involucra al público y los creativos quizás nunca dejemos de financiarlo.

En su ensayo de 2017 “El entusiasmo: precariedad y trabajo creativo en la era digital” la escritora y filósofa Remedios Zafra aborda la problemática de los ámbitos artísticos y académicos cuyas actividades son escasamente retribuidas en lo económico, gracias a la ancestral percepción de la sociedad sobre nuestros oficios como actividades de goce y nula utilidad. Basta recordar aquella encuesta realizada durante la pandemia en un país asiático en donde se consideraba al personal médico como los componentes más valiosos de la sociedad, a diferencia de los artistas que se encontraban en estimación más baja, pese a que innumerables materiales producidos por este sector fueron consumidos de forma masiva para someter al miedo y a los demonios del aburrimiento. Zafra implica dentro de su argumentación que es justamente el entusiasmo, esa pasión y la fe ciega que nos mueve a estar guarecidos dentro de este teatro, la energía motora que sostiene empresas artísticas y académicas a costa de que nosotros mismos paguemos el boleto de entrada a nuestro propio drama de ansiedad crónica, inestabilidad económica, así como el paulatino descarte de aspiraciones personales que bien puede conducir a la renuncia, cuando llega el momento en que los ánimos creativos se disipan y no se cuenta con la fuerza para continuar.

Ante la presentación de semejante cuadro, es muy probable que los que realmente pagaron boleto en la función de este imaginario drama, es decir el respetable público, comiencen a protestar porque “nosotros los artistas” no somos capaces de ofrecer productos lo suficientemente buenos para resultar lucrativos. Y puede ser que nuestras obras generen sospecha porque son locales, no se entienden, son muy largas, se habla demasiado, se hacen cosas raras o se convoca a los antiguos poetas que no van a la par de la velocidad de las aplicaciones de un teléfono inteligente, pero esa no es aquí la cuestión.

México es heredero de un sistema político que alguna vez consideró la cultura como parte de la salud y derecho de sus ciudadanos, pero ese sistema hoy en día es presa de un desgaste y una natural decadencia que ha elegido esfumar la cultura de su horizonte. Una buena parte de nosotros nos forjamos como espectadores en ciclos de teatro infantil, en las butacas del teatro universitario o en espectáculos de calle que avivaron una chispa dentro de nosotros y pudimos hacerlo, hay que aceptarlo sin cortapisas, gracias a que el estado pagó una buena parte de esos boletos. Pero este modo de producción, que vio momentos de absoluta bonanza para artistas y audiencias, derivó en una dependencia malsana que hoy, en su patente agonía, nos revela con amarga sorpresa que gracias a ello el teatro que hacemos algunos de nosotros es una ilusión casi imposible de sostener.

Y si bien habrá algunos integrantes de esta invisible audiencia a mi drama que aúllen sobre las novísimas instancias que exhortan a los artistas a acercarse a las empresas para que aporten una donación económica a cambio de pago de impuestos, sé que se abrirá un silencio o al menos una pausa sostenida cuando se pregunte cuántos han logrado sin contactos previos, pagos a terceros o algún otro artificio fortuito el sagrado Grial de la firma que dé luz verde a sus proyectos. Al alza de estas voces vendrán otras con soluciones, así como tramas insólitas, tristes y dignas de compasión a tragedias personales. Todos pagamos un boleto: con el sacrificio que hacemos los dedicados a la escena en la postergación de planes a futuro, en la conciencia de una cruda realidad cuando ataca la enfermedad y no hay seguro médico que nos avale, en el replantearnos a cada paso si esto es lo que vale la pena. Así como el público, a quien no siempre sabemos convocar por razones estéticas y económicas. Pero también lo paga el teatro, esa entidad poderosa y ancestral que asume su costo de entrada al mundo señalado por siempre como el pariente obsoleto, en permanente amenaza por las constantes quimeras tecnológicas que amenazan con desplazarlo y que hasta ahora no lo han logrado porque ofrece una llama de algo distinto que no se apaga.

Ante la presentación de este personalísimo drama que intentó tejer su trama, me imagino a mi invisible audiencia abandonando la sala revueltos hasta las entrañas, pero sin el ánimo de abandonar los teatros para siempre. Lo sé porque la dramaturgia se escribe desde la experiencia y en mí se guardan los ecos de la queja cotidiana, que aún en el límite de la desesperación no logra esconder el tufo de la pasión con la que defendemos nuestros vilipendiados oficios. Por eso sé que asumiremos el costo de mantener vivos los escenarios. Lo haremos hasta que la cordura nos lo permita.

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